En definitiva, no hay más ciego que el que no quiere ver ni más sordo que quien se niega a escuchar, pero cuando esos males son irreversibles e incurables, habría que sacar la tarjeta roja y ponerle un “hasta aquí”. Lo anterior viene a colación por la evidente frustración del gobierno norteamericano ante la absurda tozudez en materia energética de quien, algunos consideran, es una cabra suelta en la cristalería mexicana.
Tocante a ello, la semana pasada se reunió con el presidente mexicano, por tercera vez en seis meses, el Enviado Especial para el Clima del gobierno norteamericano, John Kerry. En dicho encuentro, el segundo en mes y medio, se hizo acompañar por nueve directivos de empresas como la cabeza de Sempra Energy, Jeff Martin, el presidente para México de General Motors, Francisco Garza y el director general para México de Blackstone, Enrique Giménez. El tema es que las compañías energéticas norteamericanas estuvieron impedidas desde 1938 para invertir en México, lo hicieron por millardos de dólares a partir del año 2013 y ahora están nuevamente detenidas por un gobierno cuyas ideas quedaron congeladas en la década de los setentas.
Por otro lado, justamente el mismo día de la visita del Sr. Kerry, considerado como el “embajador plenipotenciario de los demócratas”, y ante humos notoriamente calientes, la representante comercial de EUA, Katherine Tai, aseveró que: “la política energética es seriamente preocupante y está en deterioro … incluyendo una serie de acciones por parte del Gobierno de México que han aumentado el control del Estado sobre el sector energético, limitando la competencia”.
En un tono más conciliador, la Secretaria de Energía de EUA, Jennifer Granholm, en otra visita más a tierra Azteca, afirmó que México tiene tanto potencial en energías limpias para generar millones de empleos, exportar y autoabastecerse 10 veces. El no hacerlo, enfatizó, afectaría al medio ambiente y la competitividad de Norteamérica como región. Claro, México tiene que contemplarse como parte de un bloque, el más importante del mundo. No ayuda a la productividad regional cuando el costo de la luz para las PYMES mexicanas es 90% mayor que el de sus pares norteamericanas.
Tristemente, a pesar de las copiosas visitas de funcionarios, cartas de legisladores y empresarios y repetidos reportes, la respuesta mediática por parte del presidente mexicano es que “no cambiaría nada de su contrarreforma”, espetando un rotundo rechazo a crear un grupo especial binacional para supervisar la transición a energías renovables. Para muchos, es difícil de entender la determinación del presidente mexicano por seguir dañando al país. Tal vez se sienta apoyado por una masa crítica de connacionales mayormente ignorantes, funcionalmente iletrados y económicamente dependientes. Pero, ¿qué desviado razonamiento utilizan como justificación quienes le creen y le aplauden como focas?
Quizás las sinrazones más comunes que exponen los mareados seguidores del moreno líder populista tengan que ver con una combinación de egos y resentimientos. Estos ciudadanos sostienen que “México no es lacayo de nadie” y se amparan en la libre autodeterminación de los pueblos y en la soberanía de la nación. Cierto, la libertad que tanto nos ha costado jamás se pondrá comprometer, pero debe de estar siempre acotada por principios y valores. Pues sí, al igual que todos los ciudadanos mexicanos en su libre albedrío obedecen a mandamientos morales como no mentirás, no matarás y no robarás, también la nación mexicana está obligada a cumplir leyes y tratados internacionales. Más aún, dichos acuerdos se firmaron en pleno ejercicio de la libertad y de ninguna manera comprometen la soberanía nacional.
Otra citada apología es la del “no intervencionismo”, alegando que un país extranjero está teniendo injerencia sobre las decisiones que competen solo a México. Pero, ¿en qué cabeza cabe? Si no es intervencionismo extranjero cuando nos recuerdan que voluntariamente estamos jurídicamente comprometidos por los tratados.
Una idea alegre para limpiar la conciencia por el daño que provocaría la contrarreforma se sostiene en los platos rotos que está pagando la nación por “la contaminación que naciones ricas” produjeron por décadas con su arcaicos y ecológicamente nocivos medios de producción. Así es, el daño colateral no está en duda, pero eso jamás justificará el que México, o cualquiera otra nación, con la tecnología actual y mayor conciencia de lo que se hace, pretenda decir que “merece” hacer lo mismo y justificarse en el pasado. Es como si alguien comprara un auto usado y no lo reparara o lavara, defendiéndose en que la culpa fue del dueño anterior. Es tan absurdo como si un maestro, teniendo la oportunidad, no tratara de educar a sus alumnos achacándolo a la falta de oficio de maestros anteriores.
Una obscena idea más expuesta por quienes defienden a la contrarreforma tiene que ver con el reconocimiento del dominio directo y la “propiedad inalienable de México sobre todos los hidrocarburos en el subsuelo” referidos en el capítulo 8 del T-MEC. Pero es que ese tema no está en discusión, alguien tiene que decirles que la reforma energética de 2013 abrió el mercado a la generación por parte de empresas privadas. Más aún, lo que también está incluido en el T-MEC son los capítulos 14 y 31 que contienen temas de inversión y solución de controversias y en ambos México está desventajosamente obligado.
En fin, si bien no es correcto juzgar a las personas, no así los acciones u omisiones. Analizando los hechos, todo indica que las recurrentes visitas de funcionarios, aunado a las declaraciones del presidente, soportadas por los sinsentidos de sus fanáticos seguidores, se traducirá en una bomba de tiempo. Tal vez para el gobierno norteamericano, presionado por sus contribuyentes, ya se escuchó la tercera llamada y es momento de analizar todas las opciones disponibles bajo el T-MEC para, quizás, amarrar a la cabra loca de la cristalería.
Mientras son peras o manzanas, parece que las acciones presidenciales tendrán que enfrentar al menos a tres juicios: el del pueblo, el de los tribunales internacionales y el divino. De los primeros dos pudieran salir más o menos bien libradas, del tercero jamás.