Hace unos días escuché una charla organizada por el Centro Eugenio Garza Sada del exalcalde de Medellín y exgobernador de Antioquia, Sergio Fajardo. El experimentado político compartió la importancia de un eslogan de campaña que logre cautivar al electorado. En su caso, como candidato el matemático paisa tenía un lema poderoso: “Fajardo une, no divide”. Ya como alcalde Fajardo se enfocó en la educación como motor de crecimiento de la ciudad. Su consigna era “Medellín, la más educada”.
Así es, una vez en el poder y buscando una congruencia entre el hablar y el actuar, determinó que toda vez que le llevaran un proyecto de inversión preguntaría: ¿Y cómo impacta a la educación? Todo absolutamente tenía que abonar en mayor o menor grado a la enseñanza. Si se trataba de construir un puente, precisaba unir escuelas, las carreteras eran para llegar a tiempo al colegio, la investigación tenía como motivo subyacente la instrucción académica. Para él fue una obsesión, su pasión y el enfoque primario de su actividad diaria.
Pero, volviendo al tema del eslogan publicitario, Sergio Fajardo subrayó que era una condición sine qua non para lograr ganar una elección. Así es, la frase de campaña debía ser pegajosa, fácil de recordar, corta, poderosa y a la vez seductora. La retahíla de palabras, cuidadosamente escogidas y ordenadas, deberían brindar esperanza y una promesa de cambio. Deberían ser frases que sintetizaran una idea, una visión y una identidad. Pero quizás lo más sustancial es que el lema de campaña debería lograr que “Juan Pueblo” se identificara con él.
Otros colombianos, candidatos y servidores públicos por igual, también tuvieron frases publicitarias exitosas. Como ejemplo, el expresidente Álvaro Uribe prometió y cumplió: “Mano firme, corazón grande”. En su imagen se veía a un Uribe joven, con su mano derecha en el corazón como promesa, con un cielo azul y la bandera colombiana como telón de fondo y con una mirada seria, determinada y cercana que indicaba una visión positiva de futuro. Igualmente, Ingrid Betancourt, quien por cierto fue secuestrada durante su candidatura y permaneció 6 años en la jungla colombiana, tenía un eslogan que caló fuerte: “Jaque a la corrupción”. Ambas campañas son hoy en día vivamente recordadas.
Al norte del río Bravo, la campaña del expresidente Obama hablaba de un “cambio” en el que “nosotros” pudiéramos “creer”. En su imagen de campaña se le veía mirando hacia el horizonte, como si estuviese observando una tierra prometida o un mejor mañana. Su cara proyectaba seguridad, serenidad y confianza como si invitara a creer en el. La estrategia de los mercadólogos de Obama sembró en el imaginario colectivo un modelo de trabajo renovado de un “perfecto opuesto” a todo aquello que les había lastimado en el pasado.
A su vez, un ejemplo de campaña que buscó la recordación desde lo más íntimo de los votantes fue la del candidato del Partido Roldosista ecuatoriano, Nelson Zavala, que pregonaba: “Por un gobierno con fe, honestidad y respeto”. Esta maniobra publicitaria, indistintamente de las creencias de los electores, se fincó en un elemento estructural de las realidades latinoamericanas, su religión, pero, a pesar de ello el Señor Zavala no llegó a ser presidente.
Por otro lado, ha habido frases desgastadas y bofas que realmente no conectaron con el pueblo y no les dijeron nada. Curiosamente dichas leyendas se repitieron en muchas latitudes e idiomas como si todas siguieran un guion previamente validado y recomendado para los políticos por las agencias de marketing. Ejemplos de ellas están: “Con la fuerza del pueblo”, “Vota por ti”, “Únete al progreso”, “El país posible”, “El país que queremos”, “Para que vivamos mejor” y “Ahora sí”. Esas frases vanas, aunque integraron palabras que connotaron fortaleza, unidad, pertenencia y determinación, realmente no lograron tocar las cuerdas sensibles de los electores y fueron prontamente olvidadas.
Pues bien, la comunicación política es un verdadero arte. Tristemente las más de las veces es el oficio de prometer lo que se sabe de antemano inasequible, en otras palabras, es el ingenio de engañar. Así es, cuando se tiene una masa crítica de votantes funcionalmente iletrados, resentidos y reiteradamente vapuleados, inexorablemente se convierten en carne de cañón para los ladinos políticos. Es increíble cómo el pueblo inocente cree que un “ungido” verdaderamente le dará un giro radical, que todo lo malo del pasado quedará atrás como una horrible pesadilla y que los pobres dejarán de serlo.
Para el caso de México, sin duda el mensaje de “acabar con la corrupción” ha sido una falaz promesa, pero transversalmente tentadora. Hay quienes estiman que el líder mexicano ha sido un “genio de la comunicación”, un “señor de los distractores” y una persona que capciosamente se proyecta como una “perenne víctima”. Tal cual, cuando la víctima logra que el pueblo sienta empatía considerando los ataques de los opositores como propios, se presenta purificada y consigue irresponsablemente salirse con la suya de casi todo. Sin embargo, habría que tomar ese sobrado optimismo con un grano de sal, pues la victimización sostenida en el tiempo pudiera ser percibida como una débil y vulnerable caricatura.
Sin duda habrá políticos que pasaran a la historia por sus lapidarias frases, por sus sugestivas promesas de campaña o por la congruencia de su retórica. Otros, en cambio, tal vez serán infamemente recordados por sus estultas ocurrencias como “yo tengo otros datos” o “uy, que miedo, mira cómo estoy temblando”. Otros más serán simplemente olvidados. La eficacia de las campañas, su congruencia en el actuar y el tiempo lo determinarán.